Me calzo el hermoso par de zapatillas que uso para correr, con las plantillas hechas a medida que sirven de base para mis pies, se sienten como pisando arena húmeda, en la orilla del mar. Amor.
Hay poca humedad en el aire de este día de verano pero para evitar imprevistos igual agarro de mi cartera el puff y libero una dosis de Ventolin adentro de mi boca, que inhalo con todos mis pulmones y al instante siento cómo se acelera mi corazón. Odio.
Es una mañana de domingo, el sol todavía no es tirano y puedo aprovechar para hacer mi entrenamiento que este día usualmente es de fondos. Salgo a la calle, estiro brevemente mi cuerpo aun dormido y presiono play en la lista de música de Spotify que armé para tal fin, ya estoy preparada. Amor.
Los primeros dos kilómetros en general son incómodos, hasta que mi cuerpo hace naturalmente el cambio de aire necesario y alcanza la velocidad crucero que voy a mantener en los restantes trece kilómetros que me propuse correr. Odio.
Pasa el cuarto kilómetro, estoy a gusto, me concentro en la música y pienso qué buena selección que hice para disfrutar este instante. Miro el campo verde que hay a mi costado mientras avanzo por esta calle de Pilar. Veo pájaros, observo las nubes, devuelvo el saludo a alguien que levanta un brazo mientras avanza con su coche. Amor.
Son pasadas las 10 am y el sol va mostrando su esencia a través del calor que emana como bola de fuego, hoy elegí salir con música pero la tengo que pausar porque me duele el costado derecho, un poco más arriba que la altura del estómago, mientras mi reloj me avisa que llegué al kilómetro 7, después de tantos años corriendo y varios estudios médicos encima, ya sé que no tengo nada físico; es sólo mi respiración que en algún momento regulé mal y si vuelvo a escuchar cómo inhalo y exhalo y a sostener mi zancada, el 90% de las veces pasa. Odio.
Viene en cascada un manantial de pensamientos que hace rato trabaron una estrecha amistad, un cuasi pacto de hermandad, con mi dolor del costado. "Tengo que frenar, no se pasa", pienso. "Ni loca", me auto contesto, porque un fondo frenando no es carrera continua y mis fondos son en continuado, no suelo parar y no quiero hacerlo tampoco. Odio.
Con mi playlist todavía en pausa y la presión de mis propios "debo", logro controlar la puntada. Y ahora que lo hice, también sé que si se va y pasa un ratito, ya no va a volver. Me siento una campeona alzando al aire su merecido trofeo en el podio que marca el "1" de primer puesto y puedo escuchar la ovación de todo el público que me mira delante. Amor.
Promediando la hora, sumo otros tres kilómetros y completo así diez, con una canción que me motiva. "Bien Fi, sos grosa, lo estás logrando otra vez, dale, un entrenamiento más", me digo. Amor.
Pero ya no doy más, estoy transpirada de pies a cabeza, el pelo que llevo recogido se me pega a la nuca y al cuello y la gorra que me puse para cubrirme del sol ahora se convirtió en un techo de plástico porque mantiene el calor de mi cabeza como un gorro de lana en la montaña. Tengo las manos hinchadas como me ocurre a veces cuando corro, me molesta el reloj aunque no me aprieta, ya no aguanto esta música y los anteojos de sol me hacen sudar los ojos. Odio.
Tres kilómetros después de correr diez, es casi como volver a correr diez más, pero sé que este es el momento de fragmentar mi meta. Por lo tanto me concentro únicamente en los siguientes mil metros que tengo por delante y los completo, ahora solo me quedan dos. Amor.
Y vuelve esa piedrita minúscula que se cree que puede provocar el derrumbe (y sí que puede). "No quiero más, odio correr, ¿para qué corro? Tengo que dejar este deporte, ya me lesioné la rodilla, el tendón de aquiles, me duele cada fibra de mi cuerpo, tengo sed, calor, ¡quiero parar!" Odio.
Y vuelvo a poner un muro de contención cuando conecto con una canción que me gusta, me motiva a terminar, ya casi estoy, quiero cumplirlo, por los doce que ya corrí, sólo uno más "vamos Fi", me aliento. Amor.
Me molesta que me cueste cada corrida, que la gente me diga "¡pero si vos corriste media maratón, después de 21 kilómetros, 13 para vos es pan comido!". No tienen idea. Miro el reloj que marca 12km y 700 mts, me quedan 300 metros, aprieto el paso porque sé que ya gané. 12km 990 mts, unas pisadas más y completo esos diez metros restantes. 13 km clavados, freno el cronómetro, camino, mientras mis endorfinas se expresan al aire al grito de guerra "vamos nenaaaa". Amor.
Ahora, mientras vuelvo a la calma, pienso en el almuerzo con mi familia, en la siesta que voy a hacer a la tarde, en el cansancio hermoso del cuerpo después del esfuerzo. No todo es disfrute pero ahora sí que empieza.
Amor y odio.
No tengo otra forma de describir la relación retorcida que tengo hace años con este deporte. Así funciona, así escala mi cabeza, así se calma. Me siento una adicta a las dos facetas, porque el amor me aporta lo obvio; esa sensación de triunfo, de gloria, de poder, de superación, de creerme imparable e invencible. Y el odio, el odio es el motor que me desafía cada vez que entreno; es aquél que me impulsa a estirar mis bordes y demostrarme que puedo, que sí lo logro, y en esta zona es donde más trabajo, porque del confort no se aprende tanto...
Manejar mi cabeza manteniendo esa conversación como un partido de ping pong conmigo misma, oscilando entre abandonar (o acortar) la meta del día, y cumplirla. Porque claro, no siempre lo consigo y con el tiempo entendí que eso es parte fundamental de esta dinámica, porque cuando no puedo también queda la rabia, ese enojo por no poder y la convicción de que la próxima lo voy a intentar con más fuerza, como si fuera una venganza contra ese entrenamiento donde antes no pude.
Cada entreno para mi es una lucha y encontré un extraño consuelo al descubrir que no soy la única que siente esto (mal de muchos, consuelo de muchos más!). Lo hablé con varios compañeros del equipo de running donde corro. Pero también coincidimos en todas esas sensaciones agradables, que se potencian cuando cruzamos el arco de llegada de alguna carrera. Épico, la sensación de posibilidad es única porque, a mi parecer, es el instinto de supervivencia en su máxima expresión, no por sobrevivir a la carrera en sí (que es otra supervivencia) sino por sabernos humanamente capaces, posibles. Leí en algún lado que el cuerpo va donde la cabeza manda y es tan real, si la cabeza lo logra, el triunfo del cuerpo está asegurado.
Aprendí que correr genera una onda expansiva hacia otros contextos de la vida, como un río que desborda e inunda todo lo que encuentra a su paso. Corrí en pleno verano, mitad del invierno, corrí en bosque, en asfalto, en arena, en montaña, corrí con lluvia. Corrí feliz, triste, angustiada y corrí llorando. Y aunque no siempre logré mi objetivo, sé que hay un trabajo fino, casi invisible, que ocurre tras bastidores de la conciencia, porque ahí donde está la férrea voluntad, allí es donde se forja el carácter, ahí se acumulan como pilas todos esos sentimientos y se van puliendo. Y como en la vida misma, en el duelo entre el amor y el odio, el triunfo es solo de uno y es el amor quien resulta siempre invicto.
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