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Foto del escritorFiorella Levin

Ensayo sobre la culpa

Era un día de invierno y llevaba más de una hora manejando arriba del auto, el único pensamiento que se repetía era el deseo de llegar a mi casa calentita y merendar, porque me dolía mucho la cintura de tanto estar sentada en ese coche. Recuerdo haber mirado varias veces el reloj del tablero en frente mío, avanzaba a paso de hombre porque eran las cuatro y media de la tarde y es el horario de salida de los chicos que van al colegio, en esa franja la calle se convierte en un caos intransitable. Me encanta manejar pero no cuando hay tanto tránsito.


En ese tiempo muerto, fantaseaba hace un rato con la idea de hacer una breve expedición a aquella pequeña y deliciosa panadería ubicada a pocas cuadras de donde vivo, de camino a mi hogar, sobre la Av. Monroe casi llegando a Ciudad de la Paz. No esperé encontrar lugar para estacionar porque sobre esa avenida es casi imposible, aunque me adelanté a aceptar el hecho de dejar el auto en doble fila. "Son cinco minutos", me dije a mí misma, en mi afán de convencerme de algo que detesto que la gente haga. "Maldita hipócrita", pensé luego. A medida que me iba acercando a la tienda, quise definir mi compra de antemano, para ganar tiempo. "Cuatro facturas, dos rellenas con dulce de leche y dos con crema pastelera", definió mi razón, a la par que se me hacía agua la boca. A esa hora seguro que hay, porque cuando llego después de las seis de la tarde, ya no quedo nada.


Con la ansiedad escalando a medida que me acercaba al lugar, sentí el apuro por llegar a mi casa, hacer un rico mate, cambiar mi ropa por otra más cómoda y tener algo de tiempo para disfrutar de la merienda como tanto me gusta hacer. Mate y facturas, ahh que dúo imbatible. Cuando estaba por cruzar Cabildo, ya sobre Monroe, alcancé a ver un milagro, se iba un auto que estaba estacionado, a diez metros de mi panadería amiga. Aún con el semáforo en rojo, espié atrás por el espejo retrovisor, tenía algunos autos pero también tiempo suficiente para poner las balizas y que los demás conductores me permitan estacionar.


Apenas cambió el semáforo a verde, presioné rápidamente la indicación luminosa intermitente, y me acerqué a los autos que estaban estacionados para hacer lo mismo. Quería apurarme y hacerlo con velocidad, porque cuanto más me acercaba a mi objetivo, mayores eran mis ganas de llegar a casa, atacar esas facturas y despojarme del tráfico insufrible. Estacioné ágilmente en dos maniobras, por fortuna el lado derecho es mi costado más hábil para hacerlo, y dejé encendidas las balizas porque esperaba tardar tres minutos por reloj. Como mucho. La panadería es chica, las facturas me las sirvo yo misma y nunca tengo que esperar para que me cobren.

Apenas subo a la vereda un hombre mayor, muy mayor, que se mueve lentamente, irrumpe en mi acelere y me dice algo pero no le presto atención y sigo caminando. A medida que me alejo, me grita algo que no alcanzo a entender. Freno y lo miro y comprendo que quiere cobrarme por dejar el auto, en seguida me percato que es un cuidador de autos autorizado para eso porque lleva colgado al cuello el cartel correspondiente que así lo indica y tiene una libreta en la mano preparada para fichar cuánto tiempo me voy a quedar.


En este momento su planteo es un estorbo para cumplir mi cometido, por lo que le explico, de manera atropellada y señalando el comercio que tengo a metros de mi, que estoy apurada y que solamente voy a comprar facturas. Ahora el señor frunce el ceño y noto que se pone firme, mientras me dice, con voz de abuelo, que me tiene que cobrar. Recién en ese momento lo registro, y como si fuera un cartel de neón rojo fuego, tengo la palabra "ABUELO" en primer plano en mi mente, brillando por los peores motivos. Incluso podría ser el mío. Noto que es viejo, está encorvado y lo percibo cansado, está lleno de arrugas y tiene la nariz roja del frío, me doy cuenta que lleva poca ropa y hay viento además del frío que a la intemperie es crudo. En ese instante en que lo veo por primera vez, mi mundo interno se derrumba. Mi velocidad da un trompo de 180 grados, ahora con calma me disculpo y le pago lo que me dice que corresponde. Además, le pido perdón por mi apuro y le doy la razón en todo, y aunque él me mira mudo, ya no me salen las palabras, no puedo decirle otra cosa.


Me doy vuelta y entro al comercio, pero ya no tengo ganas de comer facturas, y estoy al borde del llanto por lo que acabo de hacer. En seguida pienso en la cantidad de veces que reclamo por los atropellos de otros, por el no registro y desconexión con el presente, porque es algo que me daña, me afecta cuantiosamente. Observo que no puedo ir tan acelerada por la vida y menos por cuatro facturas. Me siento mal, muy mal, estoy angustiada pero intento calmarme para no seguir escalando y además, después de semejante show, ahora me obligo a comprar las malditas facturas.


Pero no puedo con mi genio y le pido a la empleada que me agregue, en un paquetito aparte, unos sanguches de miga. Qué horrible lo que hice, me siento la peor basura del universo, no me lo perdono. Volví hasta el señor que no tiene ni remota idea de todo lo que pasó por mi cabeza, y que por supuesto no le importa la situación porque él ya logró su objetivo cuando le pagué. Pero yo necesito lograr el mío, que ahora es hacer las pases conmigo misma, y mientras le vuelvo a pedir disculpas, deseo abrazarlo como si fuera alguno de mis abuelos que ya no tengo conmigo y aunque me abstengo, le doy los sanguchitos que le compré. Y él me agradece. Encima me agradece.






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